Mercedes Sosa, Angel Bustelo y un puñado de historias de amor
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Nacho Gaffuri / MDZ
La Negra con su querido Armando Tejada Gómez.
Mercedes, Fabián y Matus.
Mercedes, en su última presentación en Mendoza.
Las lágrimas de la Negra y el largo abrazo de don Angel. La música prohibida de Fabiana Bravo. La guitarra del Negro Fiero y la voz del Pocho. Un vuelo detenido con la maravillosa cantante en Su Mendoza, donde aprendió a querer, a ser mujer y a ser feliz.
“Quisiera volverte a ver sonreír junto a la espuma.
Tu pelo suelto en viento como un torrente de trigo y luz…”
“Tonada del viejo amor”, Jaime Dávalos.
Parece ayer y fue el 7 de febrero de 1996, en “El Resuello”, la finca familiar de la familia Bustelo en Ugarteche. Una vez más en sus pasos por Mendoza, Mercedes pedía ver a “su” Angel Bustelo en una reunión íntima en el día previo a su actuación en el “Festival de la Tonada”. Aquellos que gozábamos del amor de esta hermosa familia fuimos invitados. No obstante, como suele ocurrir, la finca se terminó llenando de extraños que oyeron el chimento y se sintieron seducidos por estar cerca de la Negra.
Ya al atardecer, el Japonés González –con su interminable actitud de servicio– comenzó la fogata y con ella los primeros brindis. La Negra llegó de noche y ya desde la oscuridad gritó como quien llega sediento a una fuente, con su voz profunda pero jubilosa:
– ¡¡¡¿Dónde estás, Angel Bustelo?!!!
A esa altura, todos la esperaban. Entre los que recuerdo, además de la familia Bustelo, estaban Fabiana Bravo, el Pocho y el Jorge Sosa, Pochi Zimmermmann, Nene Abalos, Freddy Vidal, Pablo Budini, Gustavo Bruno, Marcelo Sánchez, Néstor Piedrafita, el Japonés González, Jorge Bustelo, el Coquito Segura y un puñado de gente que no conocía o no recuerdo.
Hubo canciones, claro. Y dos momentos imborrables: uno con el Pocho cantando la cueca “Llegando a Cuyo” de Palorma y su mujer Pochi y Nerina Bustelo bailando como dos dulces pájaros nocturnos haciendo remolinos bajo la noche inmensa.
El otro instante mágico llegó minutos después, cuando Fabiana Bravo, quien ya daba sus primeros pasos en la lírica mayor, cantó “Música prohibita”. Antes de hacerlo, miró a Mercedes y le dijo:
– Ay, me pongo más nerviosa que adelante de Pavarotti… Bueno… Esto se llama “Musica proibita” y es para don Angel, para Mercedes y para todos.
Entonces, cantó y tan hermoso cantó que en ese momento regresé dos años en el tiempo, hasta el estanque de “El Resuello”, el eterno estanque de aquellos deseos cumplidos.
Es el atardecer y estamos los dos sentados, con las patas metidas en el agua y Fabiana deja salir sus miedos, en realidad, un solo pavor al mundo, que sabe que la espera. Se siente breve al borde del agua, como un terrón lábil a punto de sumergirse, inadvertida protagonista del haiku perfecto, que durará un segundo, pero durará por siempre. Volvamos a la noche que la aguarda.
Volvamos y escuchémosla…
“Ogni sera di sotto al mio balcone
Sento cantar una canzone d’amore,
Più volte la ripete
un bel garzone
E battere mi sento forte il core,
Oh quanto è dolce quella melodia!
Oh com’ è bella, quanto m’ è gradita!”.
Canta la Bravo y su voz es como un hacha de luz en Ugarteche. Y Mercedes aplaude como una niña frente a un mago. Y Angel hace silencio con los ojos llenos de besos. Y Fabiana se les acerca y los abrazos que al final se ganó de Angel y de Mercedes –pienso ahora– tal vez hayan sido su talismán para salir luego a devorarse el mundo tal como lo hizo.
Ese mismo año, Fabiana debutaría como Lucía, en “Lucía de Lamermoor”, nada menos que junto a su padrino, Luciano Pavarotti, en la Academia de música en Filadelfia, Estados Unidos.
Desde entonces, la soprano comenzó a vivir muchas vidas en su vida. Fue Floria Tosca, la Madama, la Mariposa, Norma, La Gioconda, Mimi en La Bohème, la Condesa Almaviva, Donna Anna, Nedda, Leonora, la Señora Ledoine, Desdemona, Amelia, Leonora… Y jamás, como Mercedes, dejó de ser ella misma, sentada al borde del agua.
Algún día, Fabiana, deberás volver a aquel estanque a dar las gracias.
India Brava
La noche sucede como el arte. Somos hermosos al costado de las viñas. Don Angel está preocupado. Y Mercedes, silenciosa.
– Vos sos una india brava, Mercedes. No me gusta verte así. No podés estar así.
– Sí, Angel. Tenés razón… Tenés razón, pero he sufrido mucho en la vida.
– Vos sos una leyenda para tu pueblo. No te tienen que ver así.
– Sí, Angelito, pero estoy tan cansada… Estoy muy cansada…
Entonces, Mercedes Sosa se dejó caer de boca sobre el pecho de don Angel Bustelo. Y lloró. Y lloró y lloró y no sé cuánto lloró y cuánto duró ese abrazo. Tanto lloró la Negra que sus lágrimas bañaron el pecho de aquel gran hombre santo.
Ahí estamos todavía, paralizados en el jardín de “El Resuello” de Ugarteche, sintiendo cómo las lágrimas de aquella hermosa mujer nos inundan y sintiendo también cómo la nobleza de aquel viejo maravilloso, don Angel, la acuna como lo que verdaderamente era: una niña indefensa al borde de un estanque, una paloma prieta, atemorizada ante el tremendo tamaño de la vida.
No es nueva la escena. Ya se había dado antes, cuando Mercedes y el Oscar Matus, el Negro Fiero (foto), llegaron a Mendoza desde el Tucumán sin un peso en el bolsillo y Angel, como varios de entonces, los abrazó como a sus hermanos menores, mientras Elva de Bustelo, cocinaba aquellos zapallitos rellenos, cuyo sabor en la boca la Negra jamás perdió.
– Elva… Qué ricos los zapallitos que hacías cuando vivían en la Galería Tonsa…
Elva de Bustelo calla. Nada más alejado, ajeno, para ella que la notoriedad. Sin embargo, ha de quedar en claro que, en Mendoza, quedan solamente dos personas que conocieron a fondo a Mercedes Sosa, al Negro Fiero del Matus y al Armando Tejada Gómez.
Una de esas personas es justamente otro Negro, un viejo venerable de esta provincia. Hablo del Ramón Abalo (foto), tan comunista, culto y comprometido como todos los citados.
Ellos, ese montón de orgullosos negros que iban y venían de la Calle Larga a la Media Luna y de ahí a la Cuarta de Fierro, escribieron algunas de las páginas más importantes y trascendentes de Mendoza.
El Negro Abalo es fundamental. Y fundamental es Elva, la mujer del Angel, la turca con manos mágicas, la silenciosa y presta, la indispensable.
Cuidá tu Angel
Volvamos al abrazo de Angel y Mercedes, porque todavía siguen abrazados y lo seguirán por siempre, como el yang y el ying.
La noche siguió con cantos y con brindis, pero ya no era la misma noche la que desplegaba su cabellera, mientras dos leyendas vivas no cesaban en su abrazo.
A la mañana siguiente, cuando nos levantamos, Angel Bustelo comenzó una carta para Su Mercedes Sosa, como una forma de protegerla una vez más. Y escribió su carta el Angel, profunda y bella como todo aquello que salía de sus puños.
Y nos encomendó a Nerina y a mí que se la llevásemos a Tunuyán, al camarín del “Festival de la Tonada”, donde actuaría esa noche. Llevamos esa carta como quien lleva un evangelio perdido y, para Mercedes Sosa eso fue: una carta de salvación para los días sin norte, tal como luego se lo recordara en una entrevista al Rodolfo Braceli.
Estamos ya en el camarín, a solas con ella, me corro a un costado buscando desaparecer. Lo logro y espío. Miro las manos de Mercedes Sosa sobre las manos de Nerina, como pasándole amor para los años futuros que le aguardan. Ahora, de hecho, recuerdo la percepción de la indefensión que sus figuras me despertaron:
– Cuidalo al Angelito, Nerina. Cuidá a tu papá. Lo he visto muy viejito y yo lo quiero mucho…
Eso le dijo la Negra a Nerina y ella cumplió con inusitado y empeñoso amor la encomienda y lo sigue haciendo, porque eso es lo que dicen sus ojos.
A principios de abril de 1998, don Angel Bustelo –el hombre sin par, el compadre del horizonte, el duende y pólvora– hizo negocio con el mundo y se transformó para siempre en tierra, agua, fuego y aire de esta tierra.
Mercedes Sosa recibió la carta y la leyó en voz alta a su absoluta soledad. Y seguramente volvió a llorar. Y salió a cantar. Y aquella imagen de la indefensión de minutos atrás de pronto se transformó ni bien pisó el escenario. Otra vez, Mercedes Sosa cantando para su pueblo:
“Romperá la tarde mi voz, hasta el eco de ayer.
Voy quedándome sola al final,
muerta de fe, harta de andar
pero sigo creciendo en el sol… Vivo”.
Una vez más, Mercedes cantaba en Mendoza y el universo todo parecía arrodillarse ante su paso.
El amor de los otros
El Rodolfo Braceli lo cuenta en su estupendo libro “Mercedes Sosa, La Negra”, en el que cuenta la “biografía en voz alta”, de la voz de mujer más bella que hayamos escuchado en Argentina.
Mercedes conoció al Negro, al Negro Fiero, como le decían, al mendocino Oscar Matus siendo una jovencita de apenas 21 años. Mercedes era delgadísima, cándida, bella e incluso virgen y con un novio, Enrique, formal y prometedor, a quien se apuró a dejar cuando apareció el mendocino.
Y apareció el Negro Matus, un tipo duro y oscuro pero hondo, un hombre de mundo que la llevó al mundo de la experiencia artística definitiva y a la del amor como fricción de los cuerpos y al del arte comprometido con la situación social. Mercedes Sosa, como su entorno, vivieron y murieron comunistas, incluso en Mendoza.
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Matus estaba casado con una mina de cabaret y tenían dos hijas, una de las cuales, Ada, la querida Ada, es actriz y cantante y vive desde hacé décadas en Paris, donde es figura del teatro under.
Cada tanto, viene a Mendoza y dejamos que sus evocaciones la hagan llorar. Y llora como lloró Mercedes, cuando los recuerdos la asaltan o pasa por el borde de un estanque o cuando se acuerda de que también perdió al poeta Emeterio Cerro, despacio y en Paris.
Qué maneras de irse y qué manera de acompañarlos. En un barrio de las afueras de la gran ciudad, Ada vivió desde demasiado cerca la manera lenta y dolorosa en que su marchó su padre, enfermo ya, inmóvil, derrotado, como una copa volcada.
Matus y Mercedes se casaron rápido y se vinieron a vivir a Mendoza, “a un hotelucho al lado de las vías”, leo en el libro de Rodolfo. Y después a una pensión y después a una piecita que Armando Tejada Gómez les cedió en Luzuriaga, donde la Negra, como pocas veces en su vida, fue feliz.
Aquí, se vinculó con figuras prominentes de la cultura de entonces; aquí, con Tito Francia, Tejada, Matus, el Negro Abalos y otros.
Y acá suscribieron el Nuevo Cancionero, que redactó el Armando debajo de un duraznero en Luzuriaga, que daba pocos duraznos, es cierto, pero que tenía una sombra bárbara, según recuerda aún el Negro Ramón Abalos.
Aquí también concibió a su hijo Fabián, quien luego naciera en Buenos Aires. Aquí supo la Negra que era una artista, una mujer y que el amor de los otros era posible.
Nerina y los lentes
Nerina toma aire. No es fácil para ella lidiar cada día con la presencia de la ausencia.
“Hace días que escucho la misma música y ahora entenderás el porqué de mi llanto cuando siento la voz de nuestra querida Mercedes. Ahí está ella, inconfundible: su piel blanca, su cabello negro, su mano meciéndose a la par de su canto. Vuelvo a entrar a una escena que viví repetidas veces desde niña.
“Puedo verlos, están sentados alrededor de una mesa de ‘El Resuello’ donde hay vino, pan y quesos. Se ríen. Presidiendo la reunión está mi padre y con su índice torcido dibuja el futuro; a su lado, Mercedes. Se miran, se toman las manos.
“Al morir mi padre, luego de días de espera tras la puerta gris de la terapia intensiva, llegó la noticia que nunca quise escuchar. La congoja nos estrangulaba el pecho. Cuando todo terminó y volví a la casa paterna, un fuerte aire me llevó casi corriendo hasta su mesa de trabajo. Me senté en su inmenso sillón azul y de pronto todo lo que ahí habitaba se volvió contra mí.
“Mis ojos cayeron pesadamente sobre los anteojos de leer de mi padre. Podía verse un leve polvo sobre ellos. El llanto apareció incontrolable: ¿cuántas lecturas traspasaron esos cristales, cuántas lágrimas sostuvieron? Y ahí estaban, esperando a su dueño.
“Hace unos días, cuando murió Mercedes, me volvió esa imagen.
“Es posible que ahora mismo, pensé, Fabián, el hijo de Mercedes, tenga entre sus manos los lentes de su madre”.
Mercedes y el Angel
A modo de íntimo homenaje a dos extraordinarias personas que hicieron de Mendoza un sitio más bello y más digno, dos viejos textos del libro “Canciones Tristes”, que escribí hace años.
Y sí, voy a decirlo: no estaría nada mal que eso que llaman paraísos existan; de ser así, elegiremos el más pagano de todos, donde habrá una mesa tendida con un puñado de amigos y copas con vino y manos con guitarras y tonadas y duendes y pólvora:
Angel
Cuando uno se vuelve viejo, la tristeza es como un callo en la planta del pie; de tanto frecuentarla ya ni te duele. Por eso, el asunto no es alejar la tristeza: es domesticarla, dejar que te domestique, como esos alambres que se meten en el tronco del árbol y ya nunca salen. No podría imaginar lo que hubiera sido de mi vida sin tristezas. Soporté golpes tan duros que ahora creo que lo único que me daría dolor es el dolor de los que amo. Yo ya no tengo dolores, tengo fantasmas amigos que vuelven a pincharme el corazón, pero se van defraudados, porque la poca sangre que me queda está más pendiente de otras cosas. Ahora, Angel alborota flemas desde el tobogán vertical de su garganta y se abandona sobre su sillón. No está cansado; tiene la estúpida energía de los valientes y la capacidad de reconstrucción de los helechos. Siempre he sentido al tiempo como si fuera espacio: a lo largo de mi vida, he logrado hacer huecos en las historias, guaridas con alimentos; y ahora vuelvo como un turista japonés, cargado de rollos fotográficos y naufragios controlados. No me duelen los dolores del pasado. Las cicatrices son bocetos artísticos. Para Angel, la vejez es una farsa montada por el cuerpo; una gambeta sutil de la satisfacción. Cuando tengas ochenta y seis, quedate desnudo delante del espejo: si te ponés triste es que no aprendiste nada; si te alegrás es que sos un idiota. Y ahí se queda, sentado a la derecha de dios y a la izquierda de sus amigos. Erecto como el gato del rey.
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Mercedes
“La tristeza es un patio de tierra asentado en la memoria. Yo era diminuta frente a la vida y me pasaba el día barriendo el ranchito de Armando, regando malvones, tarareando boleros bajo el parral y esperando que mi Negro volviera con algo. Al atardecer, Mercedes se inclinaba como un plebeyo y dejaba caer la oscurísima caballera en un fuentón de lata y se ataba el pelo tirante, frente a un espejo redondo, con un marco de plástico verde. Entonces, dejaba ver su rostro aindiado, como de algarrobo mordido por un hachero. En los buenos tiempos, Angel llenaba los vasos con tinto; Armando escribía sus poemas y mi Negro silbaba una melodía, buscando en la guitarra la concordancia justa. Cuando todo encajaba, Mercedes dejaba oír su voz. En ese momento, el barrio de la Media Luna era como una mujer desnuda junto a una lámpara, como una luna en el agua, como el agua, el fuego, una copa de vino, un caballo negro. La potente voz de la tucumana –ovillada sobre una silla de totora– era el jugo de la tierra. Después, mi canto dio la vuelta al mundo, pero si yo pudiera recuperar esos momentos, ese patio de tierra al atardecer, lo dejaría todo. El Negro murió postrado en Paris, con un cigarro grueso y un vaso volcado; Armando se fue con sus palabras, que son de todos; sólo tengo a Angel como negación del olvido. Todo pasa y todo queda, pero, lo que queda, a Mercedes no le alcanza. Mira sus manos, infla sus pulmones y sale a escena. Quien te amaba ya se va, pronuncia. Es su manera de comenzar a irse. |